A Raiza Ruiz la dieron por muerta. La enterraron en Caracas cuando estuvo deambulando, durante una semana, bajo el espesor de la amazonia colombo-venezolana. Realizaba la rural en Maroa, estado Amazonas, requisito que debía cumplir para obtener la titulación de médica cirujana en la Universidad Central de Venezuela.
Eran las 8.00 de la mañana de aquel 1 de septiembre de 1981. El avión despegó de Maroa rumbo a San Carlos. Allí recogería a un médico, un odontólogo y un enfermero. El equipo completo iría a Puerto Ayacucho a protestar por las precarias condiciones laborales que vivían los médicos rurales. En su caso, iba a exigir su primer salario.
No llegaron a su primera parada. El aeroplano sufrió una falla mecánica y cayó en una zona inhóspita, casi abismal, entre Maroa y San Carlos. Se enredó entre los inmensos arbustos y luego, por la gravedad, cayó al suelo. Se destrozó la nave. Tres de los tripulantes salieron de avión y uno se quemó en la explosión.
Viva
Ruiz, catedrática de la UCV, a 30 años de la odisea que trazó la línea del antes y después en su vida, recuerda esos seis días que vivió errante con centenares de gusanos carcomiéndole los restos de piel y sangre que brotaban de las heridas en sus piernas y cuello.
"Yo gritaba, los demás, no sé por qué , estarían desmayados o mudos de la perplejidad; pero el caso es que no gritaban. Pensé que estaban muertos".
Ruiz, como pudo, salió del avión. El capitán, Rómulo Ordóñez y Juan Manuel Herrera, juez colombiano, la siguieron. Salvador Mirabal, funcionario policial, no logró salir, estaba inconsciente. Murió luego que se apagó el fuego. Tenía todo el cuerpo quemado.
Los sobrevivientes temieron que no los encontrarían, por lo que caminaron entre los matorrales, bajo la lluvia y con la esperanza de que San Carlos estuviese cerca.
"Encontramos un riachuelo chiquitico, tomamos agua y seguimos con la esperanza de encontrar el río Negro o uno más grande que nunca encontramos". Allí se quedó el juez colombiano, sus piernas no le respondían, estaban quemadas y se sentía muy mal.
Largos días
En las condiciones en las que andaba Ruiz, de nada le servía conocer de medicina. "Ser médico allí no me ayudaba en nada, más bien me desayudó, porque siempre estuve consciente de lo que nos estaba pasando y de las consecuencias que traería. Eso me producía mucha angustia".
Desde el martes hasta el jueves tuvo fiebre. Su sistema urinario se detuvo a causa de una infección severa. Estaba deshidratada. Creyó que moriría.
El tercer día, el mismo jueves, troncos de árboles trancaron el camino de la cuasi médica y del piloto. Pasaron por encima de ellos en busca de alguna corriente de agua.
Caminaron durante horas para llegar de nuevo al intrincado terreno. Allí se quedaron, porque escucharon el sobrevuelo de aviones y helicópteros. Estaban agotados, sedientos pero esperanzados. Por sus mentes pasaron los episodios cotidianos, aparentemente irrelevantes de su vida, pero que entonces eran los más añorados por revivir: la familia, qué harían después que los encontraran.
"Al día siguiente (el viernes) sentimos venir uno y empezamos a gritar y brincar, a agitar los brazos". Ella y el piloto se separaron para hacer las señales. Cuando regresó a buscarlo, él había muerto. No resistió el agite.
Ruiz quedó perpleja, en shock. Se sentó al lado del cadáver de su única compañía. Lo miraba una y otra vez tratando de aceptar que había muerto. Así se consumó la noche del viernes.
Al amanecer, decidió seguir adelante, sola. Sin agua ni alimento; sin rumbo ni destino. Comió hojas de lirio, porque era de la única especie botánica que conocía su composición. Temía comer alguna hierba venenosa con la que los indígenas preparan sus brebajes.
Uno niños la vieron tendida en la tierra, el domingo en la tarde. "Yo los sentí, pero no los vi". En su desconcierto les pidió que la llevaran a San Carlos.
Los indígenas la acostaron sobre unas ramas, le curaron las heridas, le limpiaron los gusanos que invadían su cuello. La rezaron, le cantaron, dejaron que se recuperara.
"Cuando empezaron a rezar y a cantar, me sentí aliviada. Al sentir su compañía me tranquilicé". En lancha la llevaron a una aldea de Agua Blanca. Allí le dieron cazabe. "Me supo a gloria", le contó años después al portal digital rescate.com.
Luego la llevaron a Maroa y de allí a San Carlos, donde pensó que se encontraría con el teniente de la Guardia Nacional. Él estaba en Caracas, en el entierro de huesos de lapa y venado a los que le adjudicaron la identidad de Ruiz.
En el caserío le cortaron los pantalones y se dio cuenta del estado en que se encontraban sus piernas: cundidas de gusanos. Exigió que le colocaran un suero, una toxoide, un antibiótico y solución de anís para matar los insectos. "Creían que quería echarme un palo después de todo lo que pasé".
Los medicamentos aparecieron, pero el licor no. A pesar de que la frontera estaba cerrada, una monja pasó clandestinamente hasta Colombia en busca de la solución. Y la halló.
Esa noche la llevaron a Puerto Ayacucho. La esperaba una avioneta que la trasladaría hasta Caracas. Cuando despertó, estaba tomada de la mano de su papá, dentro de una ambulancia. El señor lloraba y rezaba. La "resurrección" de su hija colocó punto final a su incredulidad. Era ateo.