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El crimen de las hermanas Papin
“Léa fue quien arrancó los ojos a la señora.
Yo bajé a la cocina y cogí un martillo y un cuchillo”. El testimonio es de una de las hermanas Papin, dos monstruos de
crueldad implacable o “dos monstruos sanguinarios”, como las describieron los
cronistas, que el 2 de febrero de 1933, en la ciudad francesa de Le Mans,
asesinaron a una madre y a una hija para las que trabajaban. Del
caso se ha escrito mucho y aparece recogido en el libro 'Los más famosos casos
de psicosis' (Barcelona, Paidós, 2001). Los periódicos de la época siguieron
con malestar el suceso y, una vez sentenciado, respiraron y echaron tierra
sobre él. Pero psicólogos, juristas, poetas, cineastas y dramaturgos lo
desenterraron después. Un delincuente habitual con pasión de escritor, Jean Genet, se
inspiró en el suceso y concibió en 1947 uno de los pocos ritos trágicos
genuinos del teatro contemporáneo, 'Las criadas' ('Les Bonnes', en su título original).
En su estreno sufrió la repulsa de gran parte del público y la crítica, pero
pasados los años se ha considerado uno de los textos dramáticos clave del
teatro del siglo XX. Hace tres años se representó en el Teatro Arriaga.
El crimen cometido
por estas dos jóvenes conmocionó a Francia y dejó entrever la situación del servicio
doméstico. Lo absurdo de todo es que dio lugar a muy diversas
justificaciones. Llegó a decirse que aquellas mujeres que escogían el oficio de
sirvientas lo hacían movidas por algún tipo de atraso mental o afectivo. Las
estadísticas revelaron que las empleadas del servicio doméstico eran el
colectivo laboral con mayor índice de ingresos en psiquiátricos y mayor número
de intentos de suicidio, duplicando el número de ingresos previsibles
por su proporción en la población y suponiendo en algún caso más del 80% de los
intentos de suicidio de las internas en centros psiquiátricos.
Hoy ofrecemos un
sumario relato del caso. La familia Lancelin tomó de criadas en su hogar a Christine y Léa
Papin. Tenían 28 y 20 años. Ambas eran hijas de Gustave Papin, un padre
alcohólico y abusador, y de Clèmence Derèe. Habían sido empleadas bajo la
expresa recomendación de su madre Clèmence, al no poderse hacer cargo de ellas.
A otra hija mayor, Emilia, la depositó en un hospicio. Según se determinó, los
Lancelin eran personas deferentes y su comportamiento con las hermanas Papin
entró siempre en los límites establecidos de la corrección. Por su parte, las
hermanas
eran tímidas, introvertidas, dóciles y aceptaban su condición. Sin embargo, un
día estalló la mecha. Era jueves. La plancha se averió y saltaron
los fusibles de la casa. La señora de la casa y su hija Geneviève volvían de
compras. Christine
explicó que no había podido acabar de planchar y fue reprendida. Entonces
Christine y Léa se abalanzaron sobre sus amas y, enfurecidas, les sacaron los
ojos y las mataron a cuchilladas y martillazos. Utilizaron variados
instrumentos de cocina para destrozar los cuerpos.
Cuando la policía llegó, alertada por el padre de la
familia, las encontró en la planta alta de la casa, en su cuarto, compartiendo
la misma cama, cubiertas de sangre. Abajo yacían los cuerpos inertes de la
madre y su hija sobre un charco de sangre. Tejidos orgánicos cubrían las paredes
y las escaleras. En el último escalón de éstas, un globo ocular intacto, con el
nervio óptico completo como apéndice. Las pesquisas policiales y la autopsia
revelaron que los ojos de las víctimas habían sido arrancados de sus órbitas
cuando estas aún se hallaban vivas, y con las desnudas manos como único
instrumento. “Hecho único en los anales de
la criminología”, se dijo.
Aunque
sorprendentemente dueñas de sí mismas durante los interrogatorios, las dos hermanas
se derrumbaron súbitamente en el momento de ser separadas. Se
entrelazaron y hubo que emplear la fuerza para desanudar su abrazo. Entre
alaridos fueron encerradas en dos celdas individuales. En su declaración
inicial, Christine argumentó lo siguiente: “Cuando la señora regresó le informé
que la plancha estaba descompuesta de nuevo (la habían llevado a arreglar el
día anterior) y que no había podido planchar. Ella quiso lanzarse sobre mí,
estábamos mi hermana y yo. Al verlo le salté a la cara y le arranqué los ojos
con mis dedos. Me equivoco, salté sobre la señorita Génevieve. En ese momento
Léa, saltó sobre la señora y le arrancó igualmente los ojos. Cuando hubimos
hecho esto, ellas se pusieron en cuclillas en el lugar; enseguida bajé a la
cocina y fui a buscar un cuchillo y martillo. Con esto mi hermana y yo nos
encarnizamos sobre nuestras dos patronas. No tenía odio sobre ellas, pero no
admito el gesto que la señora tuvo esa tarde hacia mí”.
Llegaron los trámites policiales, el horror ante el
hecho concreto, los impávidos inspectores que, dominados por lo ominoso del
acto, no podían resolver la situación. Los psiquiatras
buscaron desesperadamente una explicación científica, guareciéndose
en el argumento homosexual entre hermanas, epiléptico-histérico, etcétera.
Algunos dijeron que las hermanas “llevaron a cabo el sueño, consciente o
inconsciente, de toda sirvienta, de vengarse de la señora con más razón si la
ésta es buena y estorba el odio sin culpa”. Cinco días después, la hermana
menor, Léa, contó a un juez que “cuando la señora levantó los brazos sobre mí
tuve miedo que ejerciera violencia sobre mí y mi hermana, como lo había hecho
ya antes”. Narró que “un día percibió en el suelo un pedazo de papel, me agarró
del brazo y, pellizcándome, me forzó a arrodillarme”. También comentó que habló
de todo esto con su madre, Clèmence, y que ella le dijo que “si eso se repetía
y era necesario se defendiera”.
Durante el juicio, el fiscal basó su
alegato en la imagen de dos perras rabiosas que muerden la mano del amo que les
da de comer. Los defensores coincidieron en la rutina de
irresponsabilidad por demencia. Los jueces sentenciaron pena de muerte
conmutada por reclusión en un manicomio a Christine, y diez años de cárcel a
Léa. Las hermanas Papin, “las perlas de los Lancelin”, como las llamaban los
vecinos, que tenían la idea de que eran dos chicas muy discretas y
trabajadoras, no quisieron recurrir la sentencia y se negaron en rotundo a dar
las gracias a sus abogados defensores. Su madre fue a visitarlas a la cárcel.
Sus hijas no se inmutaban, no contestaron a ninguna de sus preguntas, la
llamaban 'madame' (señora). En el manicomio de Rennes, donde la internaron,
Christine se negó a comer y, poco antes del estallido de la II Guerra Mundial, murió
de inanición. Su informe se perdió en el incendio de la institución médica a
causa de un bombardeo de la aviación aliada durante la ocupación nazi. Léa
salió de la cárcel el 3 de febrero de 1943. Volvió a casa con su madre y murió
a los 70 años.
Durante mucho tiempo Francia se apasionó con la historia de
las hermanas asesinas y se dividió en dos. Los más numerosos exigieron de inmediato que
la justicia desenvainara sus filos, se reclamaba una venganza ejemplar. En la
otra vereda, la inteligencia marxista y surrealista tomaba la palabra y se
adueñaba de la noticia policial para defender sus ideas. Jean Paul Sartre y
Simone de Beauvoir transformaron a las dos hermanas en víctimas de la lucha de
clases. Entre las múltiples voces no faltó la del joven psiquiatra Jacques
Lacan, quien no mucho tiempo antes del crimen había publicado 'La psicosis
paranoica en sus relaciones con la personalidad’, conocida como 'El caso
Aimée'. En el historial de Léa y Christine Papin halló la ocasión de continuar
y extender sus tesis. Sus consideraciones, no obstante, eran muy diferentes a las
de los peritos oficiales del caso, que encontraron a las hermanas Papin
“completamente sanas y responsables de sus actos”, y por tanto imputables. A
favor de Lacan estuvo un psiquiatra, un tal Logre, llamado al estrado por la
defensa durante el juicio, quien reclamó para las acusadas el diagnóstico de
'Folie à deux' o “locura comunicada”, un raro síndrome psiquiátrico en el que
un síntoma de psicosis es transmitida de un individuo a otro. Se dijo que de
Clèmence, la madre, a su hija Christine. Y de Christine, la hermana mayor, a
Léa, la pequeña.
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